Es mi proceso, un camino que he recorrido en soledad, donde cada lágrima derramada ha sido un testigo silencioso de mis luchas. Solo yo sé cuántas noches he pasado en vela, atrapado en mis propios pensamientos, mientras la oscuridad se extiende sobre mí como una manta pesada. El insomnio se ha convertido en un compañero, y es en esos momentos de silencio, donde he anhelado que todo fuera diferente, deseando que la vida me ofreciera un giro inesperado, una oportunidad para sanar.
Se que algunos hoy me miran con ojos críticos, como si pudieran juzgar la complejidad de mi vida basándose únicamente en una mirada fugaz. Lo que muchos no comprenden es que cada cicatriz en mi ser cuenta una historia, una historia de dolor, de resiliencia y de un profundo anhelo por la paz. No acepto que nadie venga a señalarme, porque detrás de cada sonrisa que muestro hay un océano de experiencias que han dejado huellas imborrables en mi alma.
Recuerdo esas noches interminables, donde el reloj parecía burlarse de mí, marcando cada segundo con un eco que resonaba en mi mente. En el silencio de esas noches mis pensamientos como sombras, revivian momentos que preferiría olvidar. La tristeza me abrazaba con fuerza, y aunque intentaba deshacerme de ella, siempre regresaba como una vieja amiga que se niega a irse. En esos instantes, deseaba fervientemente que las cosas fueran distintas, que el pasado no pesara tanto en mi presente.
Cada lágrima que he derramado ha sido como un grito ahogado, una forma de liberar el dolor que llevo dentro. Me pregunto si alguna vez podría dejar atrás todas esas heridas. Sin embargo, con el tiempo he entendido que el proceso de la vida no es lineal; es un laberinto lleno de giros inesperados y callejones sin salida. He aprendido a aceptar mis emociones, a abrazar la tristeza como parte de mi historia, en lugar de luchar contra ella.
La gente suele pensar que el dolor es un signo de debilidad, pero yo he llegado a ver en él una fuente de fortaleza. Cada herida que he sufrido me ha enseñado algo valioso, me ha hecho más fuerte y más consciente de mis propias capacidades. He aprendido a levantarme después de cada caída, a encontrar la luz en medio de la oscuridad. Y aunque el camino sea difícil, sé que cada paso que doy me acerca un poco más a la sanación.
A veces, me encuentro rodeado de personas que parecen tener todo resuelto, y eso me hace reflexionar sobre lo que realmente significa la felicidad. No es una meta a alcanzar, sino un viaje lleno de altibajos, de momentos de alegrías y de tristezas. En este viaje llamado vida, he aprendido a ser amable conmigo mismo, a darme permiso de sentir, a reconocer que está bien no estar bien.
Es por eso que no acepto el juicio ajeno. Nadie puede comprender la profundidad de mis heridas ni el esfuerzo que he puesto en mi proceso. Cada uno de nosotros carga su propia cruz, su propia historia, y aunque nuestras experiencias pueden diferir, el dolor es universal. Por eso antes de criticar, es necesario comprender que detrás de cada sonrisa puede haber un alma que lucha en silencio.
Hoy, miro hacia atrás y veo el camino recorrido con una mezcla de nostalgia y gratitud. Cada lágrima, cada noche en vela, cada momento de duda me ha llevado a ser quien soy ahora. Sé que el camino de mi vida continúa, por eso estoy aprendiendo a abrazar cada paso, a celebrar mis pequeñas victorias y a valorar el poder de mi propia historia. Porque al final, no se trata de lo que los demás piensen de mí, sino de cómo elijo vivir mi verdad y seguir adelante, con la esperanza de que cada día me acerque un poco más a la paz que tanto anhelo.