¿Alguna vez has sentido que, cuanto más intentas aferrar tu corazón, más se desliza como agua entre tus dedos, dejando tras de sí un rastro de emociones que no puedes contener?. Es curioso cómo funciona esto del amor. Nos rompemos el alma por ser el mundo entero para alguien, y al final terminamos siendo esa estrella fugaz que apenas deja un destello en su cielo. Es como si, mientras más lo intentamos, más nos esfumamos de su universo.
Me ha pasado, nos ha pasado a muchos, que en ese afán desesperado por ser indispensables, terminamos siendo como la neblina de la mañana, presente, envolvente, pero destinada a desaparecer con los primeros rayos del sol. Es una paradoja que cala hondo, ¿no te parece?. Cuanto más nos empeñamos en brillar con todo nuestro ser, más rápido nos consumimos, igual que esas velitas que, por arder con tanta pasión, terminan siendo devoradas por su propia llama. Es como si nuestra propia luz nos fuera apagando, dejando tras de sí solo el recuerdo de un brillo fugaz en la inmensidad.
Y es que el amor tiene esas trampas silenciosas, esos laberintos donde mientras más corremos hacia alguien, más parece alejarse el camino. Como cuando intentas atrapar el agua, mientras más fuerte cierras el puño, más se escapa entre tus dedos. Así nos volvemos, agua que se escurre, brisa que no se puede retener, suspiro que se pierde en el aire.
En este deseo extraño del querer ser todo para alguien, nos transformamos sin querer en nada. Es como si el universo tuviera un sentido del humor retorcido: mientras más pesada hacemos nuestra presencia, más ligeros nos volvemos, hasta que un día somos tan livianos que cualquier viento nos puede llevar lejos.
Me pregunto si no será que el amor verdadero es más parecido a las montañas, firmes, serenos, sin necesidad de gritar su existencia. Quizás nos equivocamos cuando intentamos ser el sol para alguien, cuando en realidad podríamos ser como la luna, constante en su cambio, presente sin abrumar, brillante sin cegar.
Y mientras más pienso en ello, más entiendo que esta fugacidad no es un castigo, sino tal vez una lección. Nos recuerda que el amor no se trata de ocupar todo el espacio en la vida de alguien, sino de crear un espacio donde ambos podamos existir, respirar, ser.
Porque al final, la ironía más grande es que cuando dejamos de intentar ser todo para alguien, cuando aceptamos nuestra propia temporalidad, es cuando realmente podemos ser algo real, algo verdadero, como esos momentos perfectos que no intentan durar para siempre, y tal vez por eso mismo se vuelven eternos en nuestra memoria.
Quizás la clave no está en luchar contra nuestra naturaleza fugaz, sino en aceptar que a veces, solo a veces, lo más hermoso de la vida son precisamente esos momentos que se nos escapan entre los dedos, como arena en la playa, como el último rayo de sol en un atardecer, como un te quiero susurrado al viento.