Hay momentos en que la vida no duele por fuera, sino por dentro. Como cuando te clavas una astilla en el dedo y, aunque no se ve, cada movimiento arde. A veces el pecho se te vuelve una cueva de ecos, donde cada pensamiento resuena como un trueno lejano. Y ahí, en esa intimidad cruda, descubres que dominar tus sentimientos no es como ordenar tus libros en un estante, sino como intentar sostener agua en las palmas de las manos.
Te lo digo desde mis propias grietas. Desde esas madrugadas en las que me he quedado mirando el techo, sintiendo que el mundo gira al mismo ritmo que mis miedos. O esas veces que he mordido la almohada para no gritar, mientras la ansiedad me susurra al oído: ¿Y si todo sale mal?. No soy un sabio, ni un gurú que medita al amanecer. Soy como tu, alguien que aprende a los golpes que la calma no es la ausencia de caos, sino el arte de respirar en medio de la tormenta.
¿Sabés cuándo lo entendí? Una tarde de enero, hace años, cuando queriendo ser fuerte y evitando que mis hijos vieran que me estaba derrumbando, finalmente el médico me dijo que estaba enfermo, que necesitaba ayuda porque había caído en un estado crítico de depresión. Solo asentí con un silencio helado. Me sentí como un árbol en medio de un incendio. Mis raíces ardían, las hojas de todo lo que creía que era se convertían en cenizas, pero algo dentro —algo testarudo y terco— se negaba a morir. Ahí aprendí que el dolor no te quiebra… te esculpe. Que cada lágrima que no se ve, cada sonrisa que escondes tras el «estoy bien», cada vez que te tragas el orgullo para proteger a los que amás, son actos de coraje disfrazados de rutina.
Todos cargamos una mochila invisible. La tuya quizás tenga fantasmas de amores que se fueron sin despedirse, o el peso de sueños aplazados con cuentas por pagar. La mía tiene páginas arrancadas de una novela que nunca escribí, y fotos borrosas de días felices que ahora parecen ficción. Pero aquí está el secreto que nadie nos enseñó: las heridas más profundas no son las que sangran, sino las que nos obligan a reinventarnos mientras sanan.
Te confieso algo: hay días en que odio mi sensibilidad. Esos días en que el mundo me parece demasiado ruidoso, demasiado frío, demasiado indiferente. Quisiera ser de piedra, de acero, de esas personas que caminan por la vida sin que nada les importe. Pero recuerdo las tardes en las que mi abuela me esperaba en casa con una taza de agua de panela, pan y queso porque era lo único que teníamos, y eso hace que el corazón se me desborde de nostalgia y fragilidad. Ahora entiendo que ser frágil no es una maldición, sino el precio por poder sentir el mundo en colores vivos.
Ahora mismo, mientras escribo esto, imagino que estás leyendo con esa mezcla de esperanza y escepticismo que nos define. Porque aquí, en estas tierras donde el pan se parte en mitades iguales aunque tengamos hambre, sabemos que la vida duele… pero también sabe a mango con sal, a abrazo de madre, a risa que estalla en medio del funeral. Por eso, cuando la tormenta arrecia, no nos hundimos, bailamos. No con pasos perfectos, sino con ese tambaleo glorioso de quien elige la alegría como acto de rebeldía.
Hoy, escribo desde lo que he vivido. Desde las veces que he tenido que perdonarme por no ser suficiente, por equivocarme, por soltar lo que debía retener. Desde las cicatrices que ahora acaricio como medallas de una guerra que nadie vio. Y aunque no tengo respuestas grandilocuentes, te comparto lo que sé: nuestro poder no está en controlar el viento, sino en ajustar las velas cuando sopla en contra. En aprender que un corazón roto sigue latiendo, que una mente cansada sigue soñando, y que hasta en el desierto más árido, hay raíces buscando agua en la oscuridad.
Así que, si hoy sientes que el mundo te pesa, deja que te duela. No te escondas. Abraza esa ira que te quema, esa tristeza que te nubla la mirada, esa duda que te paraliza. Porque en ese acto de valentía íntima, estás domando lo indomable. Estás escribiendo tu historia a pulso, sin máscaras, sin guiones. Y aunque no lo creas, cada vez que eliges seguir adelante —aunque sea con el corazón en pedazos—, estás ganando la batalla más importante: la de seguir siendo tu, auténtico y entero, en un mundo que a veces parece empeñado en destruirnos.
La próxima vez que sientas ese huracán dentro, recuerda que no estás solo. Somos millones navegando en la misma tormenta, con brújulas rotas y esperanzas remendadas. Y en este viaje absurdo y hermoso, lo único que realmente nos pertenece no son las emociones que nos azotan… sino la elección diaria de convertir el caos en arte, el miedo en fuerza, y las cicatrices en mapas de supervivencia.